Aquí y allí.
Una
voz brumosa y áspera retumbó en el callejón. Una voz grave, una voz temblor de
troncos, irreal, lejana, con sabor a herida. Una voz de provincias remotas. El
hombre del sombrero de felpa, el de la corbata y Lucrecia miraron hacia la
entrada del callejón. Perfilada en sombras sobre la luz de las farolas, vieron
una gigantesca figura de casi dos metros de altura. Inmensas piernas acabadas
en punta, dos brazos descomunales y una terrible cabeza con lo que parecían dos
enormes cuernos. Lucrecia no supo dónde colocar su asustada sorpresa. El del
sombrero de felpa gris dejó caer al suelo los billetes que estaba contando.
Como la bajada de barrera de un tren, perdió la erección el de la corbata de
flores. Vieron acercarse aquella silueta enorme de formas poco creíbles y de
caminar toscamente articulado. Venía dando saltos lentos, moviéndose como los
monstruos mitológicos de las películas antiguas. No supieron, no pudieron, y
fatalmente no reaccionaron. Embistió contra el del sombrero de felpa gris con
una banda negra. Le metió un cuerno por el vientre y se lo sacó por la espalda,
partiéndole en dos la columna. La cara del maleante perdió instantáneamente
contacto con la vida y le fluyó de la boca una niebla negra que se escurrió por
una alcantarilla. Era, probablemente, el alma que se le iba a los infiernos.
Después, el justiciero derrotó con fuerza y estampó el cuerpo contra la pared.
Rodó el sombrero hasta un charco pustuloso. La pluma negra voló de forma
asustadiza, para posarse sobre el arrugado y tembloroso atributo del de la
corbata, quien, pálido y con un desapacible clima en los vientres, había
perdido la que en ese momento le hubiese resultado práctica virtud del
movimiento. El llamado Zaino le enganchó por la ingle a la altura del mismísimo
testículo derecho. Giró el cuerpo sobre el cuerno como una tuerca, haciendo una
prospección en busca de su vida, para después dejarlo suavemente sobre el
suelo. Sin morir, aunque más allá que acá, el de la corbata de flores amarillas
se colocó bien el sujeta corbatas, escupió hacia ninguna parte y fue consciente
de cómo se le iba la vida en forma de hemorragia. Se miraba el boquete que
ahora tenía donde antes tuvo el testículo y escupía; miraba hacia arriba, oía
el manantial de sangre que brotaba de su cuerpo y escupía espumilla; buscaba
ayuda con la mirada, sentía frío, escupía solo aire y se moría. Lucrecia había
perdido el sentido. Tal vez había preferido morir sin darse cuenta. Pero aquel
ser nigromántico se acercó a la señora, la cogió en brazos y, con sus
movimientos en cámara lenta, salió del callejón. Arrancó la puerta trasera de
un coche y dejó a la dama recostada sobre el asiento. Después, comenzó a
correr, dio un brinco y, de balcón a balcón, de casa a casa, se subió a los
tejados y se perdió en la noche, confundiéndose con las chimeneas, las
estrellas, los tenderetes de ropa y la luna. En el callejón, el que antes
llevaba un sombrero yacía desparramado contra una pared, y el que tenía una
corbata se moría en el mismo instante en el que Zaino creía ver, otra vez, dos
torres que se caían.
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